
II Simposio Provincial de Acompañamiento Terapéutico 04/06/2025
Alejandro Chévez
Vivimos en un tiempo donde el signo ha reemplazado al cuerpo.
La riqueza erótica, esa vibración del deseo que implicaba presencia, roce, latido, ha sido reducida a la señal, al estímulo rápido, a la imagen que no convoca más que una respuesta inmediata. Como señala Berardi (2012), en el proceso de informatización de los cuerpos, la experiencia del otro ha sido desplazada por su representación codificada: un perfil, una foto, una reacción instantánea.
La complejidad del encuentro —sus matices, sus ambigüedades, su temporalidad incierta— es cancelada. El signo funciona como una simplificación extrema de la erótica: ya no hay que habitar el tiempo de la espera, la incomodidad del acercamiento, el temblor de la incertidumbre. El signo anticipa y aplana el encuentro, lo convierte en un acto sin cuerpo.
Pero ¿qué es un cuerpo sino una relación?
No un objeto cerrado sobre sí, sino una apertura vibrante hacia el otro.
El cuerpo no es mera materia; es espacio compartido, frontera viva que tiembla ante la proximidad, la alteridad, el deseo. La erótica, en este sentido, no es solo excitación ni consumo de estímulos, sino relación: una forma de estar implicado, de dejarse afectar, de ser atravesado.
En esta deriva, los cuerpos informatizados pierden su potencia erótica porque pierden su cualidad relacional. Son cuerpos funcionales, disponibles, operativos. No cuerpos deseantes, sino cuerpos-vehículo de información. Relaciones reducidas a intercambios, cuerpos reducidos a datos.
Siguiendo a Fernández-Savater (2020), podríamos decir que esta cancelación de la complejidad no solo ocurre en el plano del deseo, sino también en el plano del dolor.
El síntoma, en este sentido, se ha convertido en una simplificación brutal de la expresión del cuerpo.
Donde antes había narración, metáfora, despliegue de sentido, hoy aparece un síntoma: un gesto congelado, un mensaje comprimido. El síntoma actual ya no abre preguntas; demanda soluciones.
Así, en la cultura de la velocidad y de la conexión permanente, tanto la erótica como el sufrimiento son capturados por el signo y el síntoma: mecanismos de simplificación que sacrifican la riqueza de lo vivido en nombre de la eficiencia comunicativa.
La cancelación de la complejidad no es un accidente; es un proyecto.
Es la forma en que el dispositivo técnico y económico actual gobierna nuestras vidas: eliminando los tiempos muertos, los desvíos, las intensidades que no se pueden medir ni traducir. Es una realidad des-subjetivante.
En esa eliminación, perdemos no solo los cuerpos eróticos, sino también la capacidad misma de habitar lo incierto, lo vibrante, lo inacabado.
Perdemos, sobre todo, la posibilidad de la relación: ese espacio donde el cuerpo no se presenta como cosa, sino como llamada, como apertura, como promesa.

¿De qué maneras aún podemos resistir esta cancelación?¿De qué cuerpos, de qué silencios, de qué encuentros todavía somos capaces?
El acompañamiento terapéutico, cuando se vive como un arte de la presencia —y no como una técnica—, ofrece un camino. No pretende acelerar los procesos ni llenar los vacíos de sentido: se queda ahí, donde duele, donde falta, donde la complejidad reclama su lugar.
El acompañante no busca resolver ni interpretar. Su tarea es sostener el espacio donde la complejidad pueda volver a respirarse.
Resistir es no traducir de inmediato el cuerpo a signo ni el dolor a síntoma.
Es permitir que el gesto, la palabra entrecortada, el silencio prolongado, tengan su tiempo propio, sin presionarlos hacia la respuesta. Es cuidar el temblor, proteger la vibración de lo que aún no se ha dicho.
Acompañar es confiar en que algo del cuerpo erótico —en su sentido más vital, más relacional, más creativo— puede aún renacer en la espesura del encuentro humano, cuando no hay prisa por definir ni colonizar la experiencia.
Es apostar por la fragilidad como fuerza, por la demora como sabiduría, por la no-simplificación como gesto de amor.
En un mundo que cancela la complejidad, acompañar es recordar que no todo puede ni debe ser traducido. Que hay dolores que no se explican, deseos que no se nombran, presencias que no se reducen a signos.
Que el cuerpo es antes que todo relación, y que la erótica —en su sentido más profundo— es el arte de sostener ese temblor sin apresurarlo, sin apresarlo.
Y que en ese exceso, en ese resto irreductible, late aún algo de nuestra humanidad.
Bibliografía
Berardi, F. (2012). La sublevación: Subjetividad y semiótica en la crisis. Buenos Aires, Argentina: Tinta Limón.
Fernández-Savater, A. (2020). Habitar y gobernar: Inspiraciones para una nueva concepción política. Barcelona, España: NED Ediciones.