
Algo que me gusta mucho del concepto de espontaneidad es que no hay “espontaneidad interna”… efectivamente, lo espontáneo es algo que ocurre entre al menos dos personas. Sucede en el sujeto que se atreve a exponerse sin miedo al qué dirán, lo hace libre, esto es en concordancia entre lo que siente y lo que hace y en sintonía con el otro. Esto define quien eres en esta relación (porque nadie es fuera de una relación, el Ser es relacional).
Otra cosa que me gusta de la espontaneidad es que solo puede valorársela por su adecuación, tanto si se trata de una situación nueva como conocida. La espontaneidad se ve en el encuentro. Si hay espontaneidad hay encaje, hay vibra, hay resonancias y simpatía. O quizás puede haber un poco de encaje, un poco de vibra y un poco de resonancia y simpatía, porque otra cosa que tiene el concepto es que es gradual. Puede haber más o menos espontaneidad. El punto mínimo de la espontaneidad es la ansiedad, la rigidez en el encuentro, te darás cuenta de ello si tu escena interna, tus pensamientos acerca de lo que sucederá, dominan el encuentro, no te dejan Estar-ahí, están todo el tiempo anticipando. El máximo de espontaneidad ya lo dije, es la vibra, el encuentro, la simpatía. Nacemos con un máximo de espontaneidad y la vamos perdiendo en la medida que nos vamos acomodando al orden social.
¿Cuánta espontaneidad tienes tú?
No es necesario irse a las Maldivas para sentir la libertad, aunque no es un mal plan. Basta con trabajar tu espontaneidad, desarrollarla, la espontaneidad es la premisa para sentirse libre, para sentirte que finalmente puedes ser tu misma o tú mismo con otros, pero recuerda la clave es CON OTROS, ¿puedes ser tú-con-otros?. Porque ser tú mismo o ser tu misma en una isla desierta no tiene mucha gracia, ¿no?






«El 6 de julio de 2016, las portadas de los periódicos y los primeros minutos de los informativos de televisión se dedicaron a un mismo tema: una niña de nueve años había escondido una grabadora en uno de sus calcetines para demostrar que su padre abusaba sexualmente de ella. La niña, a la que los medios de comunicación bautizaron como María, llevaba dos años alegando que su padre la tocaba y repitiendo contundentemente que no quería verle.
Habitualmente recibo la consulta de padres y madres que me preguntan por sus hijos que están todo el día en el ordenador “jugando juegos”, “ya ni viene a comer ni cenar” “no comparte nada con nosotros”. En general se plantea el problema como una enfermedad bajo el paraguas de la adicción. Identificado el hijo como enfermo se plantea la duda de cómo hacer para que él venga a consulta o, (contando que suelo moverme a los domicilios) me plantean la posibilidad de ir a ver a su hijo al domicilio familiar. En los casos en que he podido contactar con ellos, lo que me dicen, casi por unanimidad, es: “los locos son ellos”, “los que necesitan ver a un psicólogo son ellos”, y respuestas similares.